“Siempre me fue más fácil jugar en la Cuartetera que en otros caballos”, dijo el polista Adolfo Cambiaso en 2016. “En esa yegua hacía menos fuerza y jugaba mejor. ¡Y ahora tengo varias Cuarteteras!”. Cambiaso y sus compañeros de La Dolfina jugaban ese año con seis caballos clonados. Todos, de la yegua Cuartetera. Y salieron campeones.
En 2019, en el Abierto de Palermo que acaba de terminar y que de nuevo ganó La Dolfina (por séptimo año consecutivo), jugaron ocho clones de la Cuartetera: de la 01 a la 09 (la 08 murió por una enterocolitis hace tres años).
Juan Martín Nero jugó en la 04 y en la 07; Cambiaso, en las demás. Su favorita es la 06: dice que es la más parecida a la original, un animal que hoy tiene alrededor de 20 años, que ha sido el más clonado en la historia del polo (12 yeguas y más en actual gestación) y que pasa sus días de retiro en un campo donando embriones.
El origen del polo se estima en las estepas asiáticas de hace 2.000 años (“pulu” significa “pelota” en lengua tibetana) y en el siglo XXI es uno de los juegos más tradicionalistas. El Abierto de Palermo, el torneo más importante del mundo, se disputa desde 1893. Pero, paradójicamente, el polo se ha vuelto en poco tiempo un deporte de diseño biotecnológico donde los científicos también tienen toque.
La presencia de clones no generó una agria discusión ética cuando comenzó, sino un suave intercambio de opiniones en el que Gonzalo Pieres, de la Ellerstina, dijo, como respondiéndole a Cambiaso: “Mi gente siempre fue criadora y, debo decir, el clon no es cría; se trata de una copia, y las copias no siempre son buenas. Además no se observa que haya un límite para estas prácticas, y las cosas sin límite son malas”.
En el mismo sentido, en 2018 los filósofos César R. Torres y Francisco Javier López Frías publicaron un artículo titulado Polo, clonación y ética, donde se preguntaban: “¿Estamos interesados en un mundo en el que la racionalidad tecno-científica amenaza o elimina aquello que resulta significativo en nuestras prácticas sociales, simplemente porque mejora la eficiencia?”.
El asunto se remonta a 2006, cuando Aiken Cura, un caballo de Cambiaso, se fracturó en la final del Abierto de Palermo. La lesión derivó en su muerte, Aiken Cura tenía pocas crías y Cambiaso, que es considerado el mejor polista de la historia y quien –según un video oficial de La Dolfina– cuida a los caballos “como si fueran una extensión de su propio cuerpo”, pidió que congelaran sus células. Por entonces, estaba de moda clonar vacas y en 2003 un italiano ya había clonado a una yegua.
Entonces apareció Alan Meeker, un empresario texano, hijo de un petrolero, fan del polo, cuyo diagnóstico de diabetes lo había llevado, primero, a soñar con clonar su propio páncreas y, luego, a meterse como amateur en el mundo de la biotecnología. En las afueras de Londres, en el campo de Ali Albwardy –un millonario emiratí que contrató a Cambiaso para jugar con él en Dubái– se conocieron. Y Cambiaso se asoció con Meeker para replicar a Aiken Cura.
En la Argentina, la tierra de los mejores caballos de polo del mundo (la raza Polo Argentino), el primer clon nació en 2010, se vendió en 800.000 dólares y surgió del laboratorio Crestview Genetics, la empresa que Cambiaso y Meeker montaron aquí con un tercer socio: Ernesto Gutiérrez, ex presidente de Aeropuertos Argentina 2000 y ejecutivo de la Corporación América. “Crestview Genetics”, se lee en la presentación web, “perpetúa lo mejor en genética equina”. Luego llegó su competencia, Kheiron Biotech, del Grupo Proinvesa (hoy también activa en ganadería).
“La clonación es una fotocopiadora biológica”, dice Adrián Mutto, doctor en biotecnología y en biología molecular, director de Crestview Farm (una de las ramas estadounidenses de la compañía) e investigador del CONICET en la Universidad Nacional de San Martín. “Usamos microscopios con micromanipuladores para manejar un ovocito, que es la gameta femenina y es la única célula que puede generar un embrión. Eliminamos el ADN de ese ovocito y ponemos otro, el que nos interesa. Después es transferido dentro de una yegua reproductora. El ovocito es el que lleva el trabajo arduo de todo esto. En pocas palabras, lo único que hacemos los técnicos es cambiar al director de la filarmónica, cambiar el ADN del ovocito”.
La filial argentina de Crestview ya clonó unas 170 yeguas. El servicio de clonación ronda ahora los 100.000 dólares y el destino de esos animales es jugar en la cancha o ser cruzados en busca de un ADN aún mejor. La clonación despertó una fiebre en Argentina, donde viven 2.738 jugadores de polo con handicap pago.
“La clonación también ayuda al mejoramiento genético de la raza, que se da en la cruza y en la cría”, dice el científico Mutto. “Cualquier yegua que sea un crack juega en primavera, se reproduce en verano y puede sacar uno o dos embriones por año. Pero si la multiplicás diez veces, dejás una jugando y el resto las cruzás con los diez mejores padrillos. Porque hay 11 meses de gestación y cuatro años hasta que juegan; y en cuatro generaciones de animales se te va la vida… Clonando acortás los tiempos de prueba y error”.
Sin embargo, hasta que los clones no empezaron a jugar, nadie podía asegurar qué tan bien iba a salir el experimento de Cambiaso. “Era todo una incógnita, una locura”, dice Juan Pablo Quiroga, un médico veterinario catamarqueño que cuida y atiende a los animales de La Dolfina. “Pasó el tiempo, llegó la hora y al final sí: aparecieron los caballos”.
Para Quiroga, las Cuarteteras réplica son “muy regulares en su funcionamiento y han sido muy precoces: a los cuatro años ya estaban jugando en alto nivel, cuando en general hay que esperar a los siete años”.
Llama la atención de jugadores, veterinarios y científicos esta precocidad, vista en muchos de los clones. Aprenden a jugar muy temprano. “En el ADN hay unas marcas externas a la molécula en sí, que modifican la expresión de algunos genes: eso se llama ‘epigenética’”, explica Adrián Mutto. “Se creía que esas marcas eran borradas al momento de generar un nuevo embrión, pero hoy sabemos que no”.
Muchas de las marcas del animal original pasan al clon. “O sea que el metabolismo del clon podría estar afectado por las marcas epigenéticas del original” dice Mutto. “Pero el comportamiento y la precocidad no se pueden explicar sólo con la clonación porque también influye el medioambiente. En realidad, la ciencia está en pañales todavía…”.
Las consecuencias del sistema comercial de clonación de caballos de polo puede alumbrar nuevos conocimientos respecto a los humanos. “Es una fuente inagotable de información para estudios de genómica, genética y epigenética”, dice Mutto. Las posibilidades que abre son muchísimas y no es raro imaginar a un equipo del Barcelona que en el siglo XXII juegue con once clones de Lionel Messi. “¡No lo sé!”, se ríe Mutto. “La tecnología para hacerlo ya existe...”.